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lunes, octubre 24, 2016

Nadie del otro lado del teléfono

Publicado por Yo soy Escribidor |


«Pasó una esponja sin lágrimas por encima del recuerdo de Florentino Ariza, lo borró por completo, y en el espacio que él ocupaba en su memoria, dejó que floreciera una pradera de amapolas»
García Márquez

Hoy vino. No tuvimos, al terminar el día de ayer, una noche fácil. Nos dijimos más en lo que no lo hicimos en el viaje de vuelta a casa. «Amigo, déjame en mi casa», me dijo. Y, de paso, entre palabras cruzadas por la incomunicación del wasap, terminamos no pudiendo dormir en una almohada plácida.

Hoy vino. Vino cuando le pregunté que cómo estaba, que viniera a comer algo aquí. Llegó con el abrigo del frío de la tristeza. Sus ojos no eran los mismos. Nunca lo son. Mi amigo llora con sus ojos grandes, pero no salen lágrimas. Su llanto ─por lo menos el de hoy─ era uno que estaba en el aire en un metatexto, en un pretexto, en el texto.

Hablamos casi sin darnos cuenta que pronto se irá. Mi amigo se irá. No se irá sólo de mi casa, o se irá cuando me haya dejado donde tenía que ir, o que se vaya a comprar algo a la tienda: se irá porque decidió que los años para estar alejado del ruido mundanal de la cotidianidad, era justo para él.

Hace algunos meses, cuando solo era una insinuación torpe, yo me atreví a decirle que es evidente que nadie espera a nadie por años por un amor de amistad incomprensible. Ni de amores furtivos debajo de un palo a la sombra de la ciudad. Nadie espera a ninguno porque el tiempo nos juega la carta de la vida: cambiamos: mis arrugas al reír serán más expresivas, y tendré más canas en la barba, y tendré ─quién sabe─ unas gafas con más aumento, y ─por supuesto─ habré vivido más para saber que la gente cambia y que no mentí. Y él habrá cambiado en la forma en cómo concibe el mundo, y en cómo vivir ahora después del tiempo cuando no esté, y cambiarán sus ojos grandes llenos de juventud huida, sobre las fotos del recuerdo.

«Me he pasado todos estos días contigo», me dijo sobre la moto. Yo le dije que «Qué va, que no tiene tiempo para uno», miento, lo sé. Lo miro mirándolo en el alma. Lo abrazo despiadadamente y nuestros cuellos encajan en la perfección de quienes han vivido juntos mucho tiempo. Se ríe de vez en cuando, pero es una risa torpe. No hay por qué reír, pienso yo. Yo no tengo mucho de qué reír o celebrar porque los adioses son dolorosos cada vez.

Hoy le hablé de la prenostalgia y de la incredulidad. Sí, ya sé que he vivido los hasta pronto muy seguidos pero uno nunca se prepara para el que sigue.

Es mi amigo y siento que una parte de mí se va con él. Es un viaje voluntario ─que ahora entiendo y apoyo─, pero que no deja otra marca que mi evidente rechazo a no saber decir adiós: porque no sé decir adiós. No sé cómo se mira a los ojos mientras las manos se separan; o cuando el abrazo, irremediablemente, cese; o cuando no haya nadie del otro lado del teléfono para sonreír.

No me imagino el momento final sobre el pasillo que nos separará. Y que lo separará a él, no solo de mí, sino de su vida vivida por más tiempo en sus veintitantos años seguidos. Es la hora crucial inesperada. Es la angustia sobre la lluvia que caerá sobre Barranquilla. Es la respuesta a una pregunta no realizada. Mi adiós es quedarme en el mismo sitio viendo cómo se borra su imagen en la distancia, como un espejismo de algo que nunca fue y que me lo soñé.


Y no sabré decir adiós al pie del evidente adiós. 

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Porque al que se le conoce hoy como profeta se le llamaba vidente: