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lunes, agosto 22, 2016

NO FUI FAMOSO SEGUNDA PARTE: Era mi soledad sin nombre

Publicado por Yo soy Escribidor |

De esta forma me hice administrador de empresas. Fui buen alumno, me gradué por promedio y creo haber abandonado mi deseo infantil de ser actor. Descubrí luego, en un fracaso rotundo en lo laboral, que acercarme a todo lo que pintara a un trabajo oficinesco me producía ansiedad y estrés. Esa etapa de mi vida ─que no ahondaré ahora─ fue de mis grandes desilusiones humanas porque perdí el sentido del ser, acaso ya no era yo.

No era yo o, quizás, me desconocía en oficios de este tipo. Ya no tenía ─ ¡como si lo tuviera hoy!─ un poder para hacer algo que me dignificara frente a los demás. Había fracasado y eso era lo que se me leía en la vida.

Amarre de zapato
En mis citas sicológicas en todo este asunto, la terapeuta me recomendó buscar qué hacer a nivel profesional y académico porque, según ella, no encajé bien como administrador de empresas, y mi reciente crisis de pánico lo confirmaba tajantemente. En alguna ocasión pensé en ser profesor de español ─sin saber de pedagogía o que me gustara─, era un asunto, más que nada, por mi pasión por leer literatura y de mi pasado escolar en un concurso de ortografía; fuera de eso, no pensaba en ser un profesor.

Aun así, frente a los temores que eso suponía, yo decidí ir a la Normal Superior a averiguar cómo era el asunto de los ciclos complementarios y si había algún énfasis en Español y Literatura. Ese día cuando fui, había un mundo de gente que pedía información de todo tipo y de ambigüedades que no pretendía conocer. Allí no tuve lo que quise y, de paso, porque noté que no era mi ambiente según me sentía emocionalmente. Al salir de ahí, a cualquier riesgo, me dije que estudiaría Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana ─luego le cambiaron el nombre que es el título que tengo: Español y Literatura─. Era, para mí, lo más parecido a estudiar algo con literatura que me podía costear en una universidad pública y que me acercara a escribir y a escribirme. Así me inscribí en la universidad pública de la ciudad.

Hice el examen sin pretensiones. A ese punto de la vida, de cualquier forma, el acto contestatario de pretender estudiar otra cosa, ya era ganancia en mi proceso de crisis de pánico. Siendo realistas, nunca pensé que podría ingresar; hice el examen más porque era lo que debía ─en una oposición a lo que sentía─ que porque me apasionara estudiar alrededor de cinco años más en temas pedagógicos. Y quedé.

No tenía amigos que me acompañaran en el primer día de clases. Era una soledad impuesta. Una soledad resignada. Una soledad que me anunciaba derrotas pasadas. No sería administrador ─más que en mi título─, ni comunicador social ─sin título─. Era mi soledad sin nombre. Una soledad que me llevaba a una esfera desconocida: un túnel oscuro e incierto.

Pero mi soledad estuvo acompañada al paso de los meses. Recuerdo esas primeras clases de Teorías Literarias que daba Edmundo Ramos. Él, un profesor desquiciado, con un pelo rebelde ─como sus respuestas─ que se halaba con sus dos manos cuando la emoción de su explicación llegaba a un clímax inesperado. Eran clases magistralmente fantásticas que me impresionaban en cosas que no sabía de la literatura.

También me marcó una clase de Desarrollo Humano, en primer semestre, la profesora se llamaba Emiluz. Era un docente que parecía que lo supiera todo de todo. A ella me le acerqué a culminar una clase, a esbozarle mi vida, y ella, mirándome con una sonrisa ─que ahora descifro como premonitoria de un caos─, me dijo: «Aquí no te mueres de una vez, sino poco a poco; pero, por lo menos, serás más feliz»…

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